El Mensaje…
Habían pasado once meses de caos ininterrumpido. Raquel, enfermera en uno de los hospitales más golpeados por la pandemia, caminaba por la playa. No lo hacía por placer, sino por necesidad. El tipo de necesidad que se impone cuando el cuerpo ya no responde, cuando la mente flaquea y el alma pide tregua. No era sólo el cansancio de no dormir. Era un agotamiento más profundo. Más antiguo. Como si algo dentro de ella se hubiese roto.
Fue entonces cuando lo vio.
Una silueta de una botella, depositada por la marea encima de una roca. Se agachó, dudando por un instante. Sus dedos rozaban el cristal frío. Dentro, lo imposible: un papel doblado, y una llave.
En su habitación del hotel, desenrolló el papel que contenía dos mensajes que parecían escritos con sangre. Uno, estaba emborronado, como si el agua salada hubiera borrado las palabras deliberadamente. El segundo mensaje estaba intacto. Directo. Frío. Esa noche, Raquel no durmió.
Horas antes del amanecer, tomó una decisión. Se vistió con rapidez, metió la nota y la llave en su bolsillo, y salió sin mirar atrás. El cielo aún no había decidido de qué color vestirse. Caminó hasta la estación de tren, donde la recibieron la soledad y el viento. Los trenes pasaban, veloces, ignorándola. Ninguno se detenía.
Desesperada, siguió a pie.
Caminó todo el día. En un pequeño pueblo, compró algunas cosas. Al anochecer, encontró refugio en una fábrica abandonada y se durmió en un banco. Al día siguiente siguió, con determinación, su camino llegando por la noche.
Se detuvo ante la puerta indicada en el mensaje. Sacó la llave. ¿Abriría? Encajó perfectamente. ¡La puerta se abrió!
Dentro, un gato la miró como diciendo ¿Tú quién eres? Maulló y se acercó. Raquel le dio de comer y beber. En el salón vio una mesa con un globo terráqueo y una carta náutica extendida. Colocó la nota al lado del mapa.
Sus ojos buscaron coincidencias, pistas. ¿Dónde podría estar el náufrago? ¿Dónde?


























